Era de la información o sociedad del conocimiento, así se habla de nuestra época en que el conocimiento dirige la vida de la sociedad en todos sus aspectos; a su vez el conocimiento universal se difunde por vías rápidas y accesibles. Los recursos necesarios son idiomas y computación. En ésta clase utilizaremos el blog para abrir mayores posibilidades de enseñanza y aprendizaje

Sobre Cultura

Libro Fundamentos de Sociología.
Coord. Félix Ortega
Ed. Síntesis, Madrid España, año 1996


NATURALEZA Y ESTRUCTURA DE LA SOCIEDAD

José Castillo Castillo
En términos de Alex Inkeles -un tanto excesivos-, el gran invento del hombre es no tener que inventar, es haber descubierto el modo de

«transmitir de una generación a otra, intactos e inmutables, los conocimientos bási­cos de hacer las cosas. Los hijos se conciben y se educan, las casas se construyen, el pez se pesca y se mata a los enemigos de manera muy similar por la mayoría de los miem­bros de una sociedad; y estas pautas de conducta persisten por largos períodos de tiem­po... Gracias a ello, cada generación no tiene que volver a descubrir lo que la generación precedente ya había aprendido. De este modo, no sólo se preserva el conocimiento, sino que se ponen las bases para la vida social... Puesto que todos los que componen una ge­neración reciben de la generación anterior más o menos la misma herencia social, pue­den con mayor facilidad relacionarse los unos con los otros y coordinar sus conductas más eficazmente» (A. Inkeles, 1965: 66).

Así, pues, esta herencia social, que toma el nombre de cultura, es el mecanismo que en el hombre sustituye con ventaja a los instintos del animal. La compleja vida de la abeja en la colmena, la emigración anual de la cigüeña, el afanoso tráfico de la hor­miga constituyen pautas heredadas de conducta que surgen sin vacilación en el mo­mento requerido: se transmiten con el acervo genético del animal, no estando sujetas a modificación significativa por parte de la experiencia. En este sentido fundamental, ia especie humana no tiene parangón con ninguna otra especie. Ciertamente, nuestro organismo dispone de instintos, pero éstos no actúan con el pormenor y determina­ción con el que suelen hacerlo en el caso de los animales subhumanos: al obrar sobre el hombre, por lo común lo hacen de un modo abierto y flexible, señalando meras in­clinaciones generales de conducta (M. Midgley, 1980: 52-53). Probablemente nuestra dotación genética -como sostiene Anthony Giddens- sólo condicione las potenciali­dades y límites de nuestras acciones, no el contenido real de lo que hacemos (A. Gid­dens, 1991: 36). De aquí que, ante esta falta de definición de las propensiones instinti­vas, sea el sistema cultural el encargado de llenar cumplidamente de contenidos concretos, múltiples y variados, la vida del ser humano. La solución que aporta la especie humana, constituida en sociedad, al problema de la pervivencia de la especie es, en fin, original y trascendente. En la simultánea consistencia y maleabilidad de la cul­tura, descansa la naturaleza innovadora de la condición humana: no debemos infrava­lorar -observa Jonathan H. Turner- el poder de los símbolos culturales en dictar nuestras percepciones, nuestros sentimientos y nuestras conductas; pero tampoco de­bemos sobrestimar su poder. Somos los humanos quienes los creamos, como también quienes los recreamos modificando nuestras relaciones con los demás, reorganizando nuestros mundos sociales, o adaptándonos a nuevas condiciones ambientales (J. H. Turner, 1994: 34-35).

2.1. Concepto de cultura

Para Ralph Linton, cultura es "la configuración de la conducta aprendida y de los resultados de la conducta, cuyos elementos comparten y transmiten los miembros de una sociedad" (R. Linton, 1982: 45). Es, pues, lo que resulta de la actividad social del hombre, cualquiera que sea el aprecio que se tenga por la misma, sin que a estos efec­tos quepa distinguir entre conductas excelsas o ruines, elevadas o bajas, morales o in­morales; de tal manera que, bajo el concepto de cultura en su significación sociológica -contrapuesta a su significado común-, tienen igual cabida -pongo por caso- tanto la refinada técnica requerida para tocar el violín como la habilidad manual apenas sufi­ciente para la limpieza del calzado. En consecuencia, como sostiene Linton,

«... para el sociólogo no existen sociedades ni individuos que carezcan de cultura. Toda sociedad posee una cultura, por muy sencilla que sea, y todo ser humano es culto en el sentido de que es portador de una u otra cultura» (R. Linton, 1982: 44).

Así mismo, toda cultura constituye una configuración en tanto que los elementos que la integran no obran independientemente los unos de los otros, sino que compo­nen un todo organizado, resultado de las múltiples y variadas relaciones establecidas entre ellos; en este sentido, se habla de una cultura española o de una cultura france­sa, en la medida en que ambas forman entidades separadas, identificables por el con­junto de rasgos que las definen específicamente. Es, además, conducta aprendida, en la misma medida en que no es conducta instintiva o determinada biológicamente, aunque tenga su origen en necesidades naturales; sino que es resultado de la expe­riencia y del trato con los demás, tal y como sucede con el acto de comer, que, si bien surge de la necesidad fisiológica de nutrirse, se satisface de las maneras más diversas de acuerdo con los hábitos alimentarios aprendidos en la convivencia social (R. Lin­ton, 1982: 46). Es conducta compartida en cuanto que no es conducta idiosincrásica, propia de un sólo individuo, sino que es conducta común -puede que desde distintas e incluso encontradas posiciones- a un conjunto más o menos amplio de personas. No hay lenguaje posible, por ejemplo, si sus claves no son conocidas por más de un miem­bro del grupo. En este sentido, hay rasgos culturales universales -como los de la ma­yoría de las señales de tráfico, o el lenguaje de la música-, al igual que los hay que no trascienden del limitado círculo de unas pocas personas -así, la palabra cuyo significa­do íntimo sólo conoce la pareja de enamorados-. Es conducta transmitida, ya que no es creada ex novo por cada generación, sino que representa el legado social que se re­cibe del pasado. En toda cultura, en mayor o menor grado, hay continuidad entre las sucesivas generaciones, como ocurre con muchas normas y valores vigentes en nuestro mundo de ahora, que proceden de la más remota antigüedad: gran parte del códi­go moral y del repertorio de principios democráticos del Occidente actual proceden de la Grecia clásica. La cultura es un concepto y, por tanto, abstracta. Se refiere al comportamiento humano y a los objetos que rodean al hombre, pero no es ni dicho comportamiento ni tales objetos. No es el comportamiento humano, porque éste tiene parte cultural y parte idiosincrásica. Tampoco lo son los objetos porque éstos, abstraí­da la cultura, son materia sin sentido. La cultura es la que define su uso, su contenido: para que el perro de raza se convirtiera en animal de compañía y abandonara su tradi­cional cometido de perro guardián o de caza ha sido necesaria su previa definición co­mo mascota por la sociedad de consumo. Por último, la cultura es un concepto que se atribuye, bien a la sociedad global o bien a partes de la misma, como una región, un grupo de edad, un cuerpo profesional, una clase social, etcétera. En el segundo caso, se suele hablar de subculturas. Lo que tiene su importancia, pues la coexistencia de una pluralidad de subculturas es fuente potencial de conflictos al sustentar cada una intereses, creencias y valores diversos. Aunque, como afirma J. H. Turner, no sólo las distintas partes de la sociedad global, sino los propios componentes culturales pueden mostrar inconsistencias y contradicciones; lo que, más tarde o más temprano, genera en la gente poderosos deseos de transformar la sociedad: ".. fuertes contradicciones en valores, creencias, y normas son origen de desasosiego e inquietud tanto personal como social. Son fuente de cambio y reorganización de la sociedad" (J. H. Turner, 1994: 45).

La cultura, en suma, no consiste únicamente en un todo en el que solamente rei­nen orden y armonía.

2.1.1. Elementos de la cultura

En la cultura de cualquier pueblo o comunidad, cabe distinguir varios elementos: cognoscitivos, afectivos y normativos.

a) Elementos cognoscitivos
Toda sociedad posee un conjunto de conocimientos indispensables para su supervi­vencia. Están constituidos por definiciones culturales que nos informan acerca de la na­turaleza del mundo que nos rodea así como de la de los hombres que lo pueblan. Tales conocimientos pueden ser tan imprecisos como los del saber común o tan precisos y sis­temáticos como los de la ciencia. En todo caso le dicen al hombre cómo son las cosas y cómo somos nosotros y nuestros prójimos: la tierra es plana, la tierra es redonda, el sol gira alrededor de la tierra, el hombre tiene alma, Dios existe, Dios ha muerto, el tabaco causa el cáncer de pulmón, la inteligencia se hereda. Algunas de estas ideas o creencias se conforman a la realidad, otras no. Algunas son verificables empíricamente, otras no lo son. Sea cual sea el caso, lo importante es que los miembros de la sociedad en cues­tión actúan de acuerdo con dichas ideas, como si de hecho fueran verdaderas.

b) Elementos afectivos
Son definiciones culturales que nos proponen lo que es bello y lo que es feo, lo que es agradable y lo que es desagradable. En los dominios de la alimentación, del vestido, del arte -como en otros muchos- la distinción entre lo bello y lo feo, lo atrac­tivo y lo repulsivo, es cultural: es la propia sociedad la que así lo define. Baste pensar en la diversidad de modelos de belleza femenina representados por una Venus de Mi-lo, de Cranach, de Tiziano, de Rubens, de Renoir, de Modigliani o de Picasso, o por Greta Garbo y Marilyn Monroe. O pensemos también en los sentimientos tan encon­trados que suscitan las ancas de rana y los caracoles como manjar en nuestra dieta. En este terreno, la repugnancia -valga como ejemplo de reacción fisiológica a una defini­ción cultural- puede surgir inesperadamente ante alimentos, por otra parte, muy apre­ciados, como es el caso de la crema de la leche en la cocina occidental:

«La aversión a los alimentos -escribe la psicoanalista J. Kristeva- es la forma más elemental y arcaica de abyección. Cuando los ojos ven o los labios tocan esa piel sobre la superficie de la leche -inocua, delgada como el papel de fumar, tan desgarradora co­mo el rechinar de las uñas- siento arcadas, y algo más abajo, espasmos en el estómago y en el vientre; todos los órganos del cuerpo se me encogen, y se me saltan las lágrimas y se­grego bilis, el corazón se me encabrita y la frente y las manos se me empapan de sudor» (J. Kristeva, en S. Mennell, 1985: 292).

Los elementos afectivos suelen imponerse a los cognoscitivos: a muchas personas, aunque sepan que la carne de caballo es nutritiva, ni siquiera se les pasa por la cabeza incluirlas en su dieta; más de una mujer acepta modas en el vestir que resultan incó­modas o inapropiadas al clima, así como multitud de hombres persisten en apretarse el cuello con el dogal que representa la corbata.

c) Elementos normativos
Así mismo, la sociedad define la bondad y maldad de las cosas, lo justo y lo injus­to, lo que es correcto y lo que es incorrecto. Estas ideas morales constituyen un fenó­meno absolutamente desconocido en el reino animal: los animales disponen de cierto conocimiento del entorno, así como determinados gustos, pero son incapaces de dis­tinguir lo bueno de lo malo. Por el contrario, los humanos nos caracterizamos por la pluralidad de normas que rigen nuestras vidas; así como por la gran variedad de las mismas, en correspondencia con la variedad de los pueblos que las hacen suyas: lo que es bueno a un lado de los Pirineos -se dice- no lo es al otro lado. Los elementos normativos suelen preponderar tanto sobre los elementos cognoscitivos como sobre los afectivos: hay acciones que conocemos que son eficaces o agradables -hurtar un objeto codiciado, más de un placer sexual-, pero que no llevamos a cabo porque nos están moralmente vedadas. De aquí, la enorme trascendencia social de los componen­tes normativos.

Entre las normas, según la diversa obligatoriedad del mandato, cabe distinguir los usos sociales -folkways- y las costumbres -mores-. Uso social es toda práctica con­vencional, considerada apropiada, pero sobre la que no se insiste. La mayoría de las normas de cortesía, por ejemplo, son simples usos. Lo que no obsta para que algunas de ellas tengan su origen en un pasado remoto. En 1530 Erasmo de Rotterdam (¿14697-1536) aconsejaba al príncipe niño Enrique de Borgoña: "Las narices estén li­bres de purulencia de mucosidad"; como también, "Si estando presentes otros sobre­viene un estornudo, es urbano volver de lado el cuerpo" (E. de Rotterdam, 1985: 24-25). Y nuestro Juan Luis Vives (1492-1540), en concordancia con Erasmo, exhortaba:

"Limpiarás con frecuencia aquellas partes por las cuales las superfluidades del cuerpo hallan camino y desagüe. Éstas son la cabeza, las orejas, los ojos, la nariz, las manos, ;os sobacos y las partes vergonzosas" (J. L. Vives, 1963: 34). La costumbre, por su par­te, es una pauta cultural fuertemente sancionada. Se le suele considerar esencial para el bienestar del grupo. El asesinato o la violación -pongo por caso- son actos fuerte­mente recusados por las sociedades occidentales. Su rechazo se siente como algo na­tural, sobre lo que no cabe discusión alguna: las mores hunden sus raíces en valores y sentimientos básicos, que todo el mundo da por supuestos. Como subraya William G. Sumner (1840-1910):

«Las mores provienen del pasado. Todo individuo nace en ellas como nace en una atmósfera determinada, y no reflexiona sobre ellas, o las somete a crítica, más que el niño analiza la atmósfera antes de empezar a respirarla. Todo individuo está sujeto a la in­fluencia de las mores y es formado por ellas antes de que sea capaz de razonar acerca de ellas... Aprendemos las mores tan inconscientemente como aprendemos a andar y a co­mer y a respirar. La gente no aprende los mecanismos que nos permiten andar, comer y respirar, igual que no conoce la razón de por qué las mores son como son. Su justificación reside en que cuando llegamos a la edad de la razón las consideramos como hechos que nos vinculan a la tradición, a la costumbre y al hábito. Las mores encierran nociones, doc­trinas y máximas, pero son hechos» (W. G. Sumner, en T. Parsons et al, 1961:1.038).

En otra dimensión, están las normas jurídicas o pautas culturales legalmente san­cionadas por el poder público. En este caso, la fuerza coactiva fluctúa entre la débil de una ordenanza municipal y la exigencia irrecusable de una ley penal. Las normas jurí­dicas pueden estar de acuerdo con las costumbres sociales o ir en contra de ellas. Cuando no están respaldadas por la sanción social tienden a caer en desuso. El orden jurídico, por tanto, sólo se manifiesta como tal orden para aquellos que lo aceptan, y mientras dura su aceptación. Las normas legales rara vez se mantienen en vigor mucho tiempo sobre la sola base de la fuerza física o de su amenaza; se requiere contar con al­gún grado de asentimiento popular, y éste no se concede por igual por unos y otros sec­tores sociales. El conflicto y el cambio son rasgos característicos del mundo normativo.

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