Resumo: Por trás do
esforço por compreender as mudanças que estão sofrendo as transições dos jovens
ao mundo dos adultos, esconde-se um tema relevante: a forma em que estes jovens
chegam a transformar-se em atores sociais e politicamente ativos nas comunidades
a que pertencem. Ou seja, surge o interesse por analisar como se chega a ser,
ao seu tempo, jovem e cidadão nas sociedades atuais. O artigo considera dois
aspectos relevantes desta construção da cidadania entre os jovens europeus,
prestando uma especial atenção ao caso espanhol. Em primeiro lugar, aborda o
debate sobre as mudanças na implicação cívica dos jovens e seu possível impacto
na vida política democrática. Em segundo lugar, considera as representações
sobre a cidadania, introduzindo assim o papel dos marcos culturais na concepção
da pertença a uma comunidade política.
Palavras clave: juventude,
cidadania, participação política, implicação cívica, identidades cidadãs
I.
El papel de los jóvenes en la sociedad: un debate europeo
La
posición que los jóvenes ocupan en la sociedad y el papel que juegan en su
devenir es uno de los temas que más controversias ha generado en los últimos
años, y muy probablemente seguirá haciéndolo en un futuro. Desde que la
juventud dejó de ser un periodo bastante indeterminado y pasajero del proceso
de desarrollo de los individuos —cuando se identificaba prácticamente con la
adolescencia— para convertirse, a lo largo del siglo XX, en una etapa definida
y reconocible del recorrido vital, ha persistido el interés no sólo por definir
sus características como una fase más de la vida, y por establecer los rasgos
que la distinguen de las otras —infancia y edad adulta—, sino también por
indagar cuáles son sus necesidades, deseos, pautas de actuación, niveles de
compromiso, etc. Tras la mayor parte de los debates sobre estas cuestiones late
la preocupación por la forma en que las nuevas generaciones se incorporan al
orden social establecido, sus conflictos, y el grado de continuidad o cambio
que introducen en los procesos sociales y políticos.
Los
debates públicos sobre la situación de los jóvenes habitualmente están
atravesados por imágenes sociales paradójicas: hablan de jóvenes desde una
perspectiva que pretende ser objetiva, pero en buena medida reflejan las
preocupaciones de los adultos sobre la marcha de los asuntos colectivos, sus
propias vidas y las relaciones intergeneracionales. En los últimos años, estas
imágenes sobre cómo se es joven están sometidas a una constante transformación
debido a la velocidad de los cambios sociales, económicos y culturales en
nuestras sociedades desarrolladas. El ritmo de estas transformaciones es tan
elevado que se producen desajustes que convierten rápidamente en obsoletos los
diagnósticos previos. La consecuencia es que, en ocasiones, hablamos de una
juventud que ya no existe.
Sin
duda, la visión de la juventud que mayor impacto ha tenido en el imaginario
colectivo de las sociedades europeas se forjó a finales de los años sesenta y
principios de los setenta. En ella, el joven aparecía a los ojos del resto de
las generaciones como el icono de la transformación social y cultural, con
todas sus connotaciones positivas y negativas. Una vez que las perspectivas de
la revolución obrera se alejaban, de manera casi definitiva, del horizonte de
las sociedades desarrolladas, los jóvenes pasaban a representar, en unos casos,
el nuevo sujeto histórico del cambio sociopolítico y, en otros, la amenaza más
explícita al orden social. Generalizando la actividad contestataria de los
estudiantes europeos y americanos, la imagen de la juventud se construyó en
torno a significados de compromiso, desafío a lo establecido, innovación
cultural y politización. Una serie de atributos que sólo reproducían —y,
además, de manera bastante idealizada— la experiencia de sectores juveniles muy
concretos, pero que se impuso como visión hegemónica de la juventud con la que
se contrastará su posterior evolución.
De
la imagen de la juventud contestataria y comprometida, que ha seguido
funcionando durante todos estos años como una especie de paraíso perdido, hemos
pasado en este inicio del siglo XXI a la del joven exclusivamente preocupado
por sus necesidades e intereses individuales, indiferente por lo que acontece
en la esfera de los asuntos colectivos, y cuya integración social se produce
básicamente a través del ocio y el consumo. Unos jóvenes ausentes la mayor
parte del tiempo del espacio público, y que sólo de vez en cuando irrumpen en
él de manera caótica, imprevisible y efímera. Aunque a veces también se añaden
aspectos positivos —como la inclinación a participar en cuestiones solidarias—,
es evidente que en los últimos tiempos predomina una visión ciertamente
negativa de la juventud en las sociedades desarrolladas. En ocasiones, la
responsabilidad de la situación se achaca a los propios jóvenes y a su cultura
individualista, mientras que en otras se hace hincapié en una dinámica social e
institucional que tiende a excluirlos, dificultando su integración en la vida
adulta. Sea cual sea la argumentación predominante, en todos los casos se
resalta su alejamiento de las posiciones centrales de la sociedad.
Así
cada vez más, nos encontramos con que los jóvenes han dejado de ser
protagonistas de la vida social. Recluidos en su individualidad y atrapados en
una creciente red de dependencias que les impide desarrollarse como sujetos
autónomos con capacidad de decisión sobre sus proyectos vitales, los jóvenes
como grupo social se ven empujados hacia posiciones periféricas y sólo se hacen
visibles socialmente bajo la etiqueta de pro blema social que exige
intervención. En ese momento, se convierten en objetivo de la acción protectora
del Estado que trata de reconducirlos hacia una trayectoria de integración,
plagada de obstáculos y en la que ellos apenas tienen protagonismo. Como afirma
Pérez Islas (2000): “Lo joven adquiere desde la institución, un estatus de
indefinición y de subordinación; a los jóvenes se les prepara, se les forma, se
les recluye, se les castiga y, pocas veces, se les reconoce como otro. En el
mejor de los casos, se los concibe como sujetos sujetados, con posibilidades de
tomar algunas decisiones, pero no todas; con capacidad de consumir pero no de
producir, con potencialidades para el futuro pero no para el presente”.
Esta
situación, bosquejada en términos inevitablemente esquemáticos, contrasta con
las enormes posibilidades que se abren ante las generaciones más jóvenes.
Nuestras sociedades les ofrecen un sinfín de oportunidades, impensables hasta
hace bien poco. Las condiciones materiales de vida ya no son, en la mayor parte
de los casos, guías inexorables de los cursos vitales, las posibilidades
formativas se han generalizado entre los jóvenes, y los estímulos y
oportunidades para la acción crecen exponencialmente. En resumen, el mayor
potencial de los jóvenes contrasta con los crecientes problemas a los que se
enfrentan para desarrollar todas estas posibilidades. Y es que si algo
caracteriza la situación actual de los jóvenes europeos es, precisamente, su
carácter contradictorio: poseen muchas más oportunidades vitales que las
generaciones anteriores pero, al mismo tiempo, afrontan muchos más riesgos en
su camino hacia la vida adulta de los que podían imaginar sus antecesores, que
seguían trayectorias más restringidas pero también más seguras. Los adultos les
demandan continuamente pruebas de su preocupación y compromiso con las
cuestiones de índole colectiva, al tiempo que dificultan su acceso a los
recursos para su integración y protagonismo social.
Es
en este entorno contradictorio en el que hay que plantearse las posibilidades
reales de que los jóvenes dejen de ser un mero objeto de la acción protectora
del Estado para pasar a ser actores en la escena sociopolítica, asumiendo su
condición de ciudadanos; es decir, de poseedores activos de derechos y deberes,
con capacidad de participar en los procesos sociopolíticos (Benedicto, 2005).
La trascendencia de este tema ha sido reconocida tanto por los políticos como
por los investigadores europeos en los últimos años, habiéndose convertido en
una de las cuestiones alrededor de las cuales ha girado el debate sobre la
juventud.
La
Unión Europea siempre ha dedicado una especial atención a este tema, pero hay
que reconocer que su esfuerzo tradicionalmente se ha diluido en una pluralidad
de acciones y programas poco eficaces. La aparición en 2001 del Libro Blanco
sobre los jóvenes supuso un hito fundamental en el intento de formulación de
una política común centrada en cuatro grandes áreas: participación,
información, acción voluntaria y fomento de la investigación, sobre sus
características, necesidades y demandas. El Libro Blanco se complementó con el
programa “Youth” (2000-2006), recientemente sustituido por el programa “Youth
in Action” (2007-2013). Ambos tratan de ofrecer canales de participación
efectiva para los jóvenes europeos en actividades que favorecen el desarrollo
de un sentimiento de ciudadanía europea, promoviendo la responsabilidad
personal, la implicación cívica y la ciudadanía activa en los distintos niveles
de la vida social. A todas estas acciones hay que unir la puesta en marcha del
“European Knowledge Centre for Youth Policy”, fruto de la colaboración
entre la Comisión Europea y el Consejo de Europa, que tiene como objetivo
producir e intercambiar información relevante sobre la realidad de los jóvenes
en los distintos Estados europeos.
Paralelamente
a esta actividad más institucional de la UE, y en buena medida gracias a su
apoyo, en los últimos diez o quince años se ha intensificado la actividad
investigadora dirigida a fundamentar una perspectiva comparada de los procesos
institucionales, formas culturales y factores estructurales que dan forma a los
itinerarios vitales que siguen los jóvenes en su camino hacia la autonomía
personal y la integración social y política. Un ejemplo de esta estrategia de
investigación europea integrada es la red EGRIS (“European Group for
Integrated Social Research”) [1].
Está formada por instituciones de ocho países de la Unión (Dinamarca, Alemania,
Gran Bretaña, Irlanda, Italia, Holanda, Portugal y España), y se centra en el
estudio de las cambiantes estructuras y procesos de integración social de las
nuevas trayectorias juveniles, así como en sus consecuencias para la educación
y el bienestar. En esta misma línea se inscribe el proyecto UP2Youth (“Youth-Actor
for social Change”), también financiado por la UE, que investiga las
condiciones en que los jóvenes llegan a ser actores de cambio; esto es, las que
les permiten ejercer la ciudadanía y las formas en que desempeñan un papel
activo en los procesos de cambio social y político [2].
Muchos
otros ejemplos podrían citarse, pero lo importante es que el lector sea
consciente del interés que en Europa suscita el debate sobre la posición de los
jóvenes en la sociedad, y la trascendencia que para la vida democrática tiene
el que lleguen a ser protagonistas activos en los procesos colectivos en los
que están inmersos, sin tener que renunciar a su propia condición de jóvenes.
El objetivo de estas páginas es ofrecer una panorámica de las condiciones del
acceso de los jóvenes europeos a su condición de ciudadanos, para lo cual
prestaremos atención tanto a las pautas participativas juveniles como a los
significados que se asocian a la implicación en la esfera pública.
II.
Ser joven en un contexto de incertidumbre
Para
entender las relaciones de los jóvenes europeos con la esfera pública y cómo
llevan a la práctica su condición de actores, hay que fijarse en la
transformación de sus condiciones de vida en las sociedades de la segunda modernidad.
Uno de los errores más habituales cuando se trabaja en este terreno es olvidar
que las condiciones sociales, económicas y culturales en las que los jóvenes
desarrollan sus experiencias vitales han cambiado radicalmente respecto a
épocas anteriores, lo que influirá de manera decisiva en su implicación en
contextos colectivos. Y es que ser joven hoy es algo bastante diferente a lo
que experimentaron las generaciones anteriores.
¿Pero,
en qué consisten estas diferencias? Básicamente en que la juventud ha dejado de
ser un periodo transitorio en la vida de las personas, definido por el paso de
la dependencia —propia de niños y adolescentes— a la independencia
—característica de los adultos—, para convertirse en una fase específica del
recorrido vital, con una clara trascendencia en todos los órdenes de la
existencia. En primer lugar, están las consecuencias del fenómeno del
alargamiento de la juventud, por utilizar la afortunada expresión de Cavalli y
Galland (1993). El incremento del tiempo que dedican los jóvenes a la
formación, la prolongada permanencia en la casa familiar con el consiguiente
retraso en la formación de nuevos hogares, la demora en la incorporación
definitiva al mundo laboral y, en fin, las mayores posibilidades que esta
combinación de circunstancias confiere a los jóvenes en el ocio y el consumo
están marcando indefectiblemente la experiencia de las nuevas generaciones. El
alargamiento de la juventud ha provocado en las últimas décadas en Europa la
progresiva aparición de un nuevo estilo de vida juvenil en el que se mezclan
diferentes contextos vitales. Entre otros factores, ello es fruto de la
dilatación del periodo temporal que abarca y de la proliferación de muy
diferentes situaciones intermedias, junto a lo que podría denominarse una
comunidad de experiencias juveniles (Furlong, 2000). Ser joven, pues, deja de
ser algo episódico para convertirse en una condición social específica (Wyn y
White, 1998), aunque con límites imprecisos.